¿Cómo afectan los abrazos al periodismo? Posted on April 28, 2014 by Oscar Balderas

¿Cómo afectan los abrazos al periodismo?


Abrazos
Sentados en una banca de piedra, bajo un roble frondoso que nos dejaba caer bellotas en la cabeza, Amparo Vargas empezó a relatarme cómo un asesino serial había violado y apaleado a su hija de 16 años. Lo hizo después de elegir el lugar más solitario de un parque atrás del centro comercial Mundo E y de preparase con unos pañuelos desechables que colocó en su regazo.
Aún tengo la grabación. Nos sentamos y para relajarnos un poco hablamos sobre el perfecto clima que había esa tarde de marzo de 2012. Después, prendí mi grabadora. Ella se adelantó a mi primera pregunta e inició su relato. Mi archivo de audio registra así sus primeras palabras:
“Mi nombre es Amparo Vargas, soy mamá de Ceci, digo, Cecilia Pérez Vargas, la última niña que mató un asesino serial, un monstruo, al que le dicen ‘El Coqueto’…”.
Durante 48 minutos, la mujer de 52 años que tenía frente de mí me narró lo que describió como “morirse todos los días, a todas horas”: la noche del 26 de noviembre de 2011, César Armando Librado Legorreta, un feminicida serial que trabajaba como chofer de microbús en la ruta 27 en la zona de Satélite, Estado de México, subió Ceci a su vehículo, después de que la jovencita le marcó el alto en la vía López Portillo. Ella nunca volvió a casa y durante 30 días, Amparo la buscó afanosamente, desesperadamente, amargamente. El día 31 de la búsqueda, los restos de Ceci fueron hallados en Tultitlán con huellas de violencia sexual y politraumatismos. La indagatoria arrojó que fue la sexta víctima de César Armando, cuya labia para atraer víctimas le dieron el apodo de “El Coqueto”.
Contar esta historia fue un ejercicio dolorosísimo para Amparo. Se notaba en su cara desencajada, los labios apretados, las manos que se despintaban de los pliegues cuando estrujaba sus pañuelos al acordarse del asesino de su hija más pequeña. “Si no quieres”, le dije, “podemos hacerlo otro día”. Era evidente que  sufría, que el recuerdo le arañaba por dentro. “No, esto me ayuda. Me voy a acabar las lágrimas”, me contestó.
Amparo rompió a llorar en seis ocasiones. En dos episodios aguantó el llanto, sollozó, pidió perdón y siguió su relato; en cuatro, pidió apagar la grabadora para poder tomar aire y calmarse. Cuando eso pasaba, el camarógrafo y el fotógrafo que nos acompañaban también bajaban sus lentes y se quedaban callados, con un respetuoso silencio.
Cuando terminé la entrevista, sentí que algo estaba mal. Aquella mujer de cabello corto, negro, con los ojos hinchados por el llanto, estaba destrozada. Minutos antes la había visto sentarse conmigo bajo el roble frondoso que nos tiraba bellotas y bromear sobre el clima loco de marzo; minutos después estaba desecha, cansada, agotada de tanto llanto. Había hecho un esfuerzo incomprensible por contarme una historia que le dolía en el alma y nada me había pedido a cambio. Ni dinero ni ayuda ni una primera plana en el diario. Absolutamente nada. Sentí como si ella hubiera corrido un maratón sólo para dejar que yo me colgara la medalla, porque ella no ganaría nada y yo usaría ese testimonio para escribir, publicar, denunciar la indiferencia de las autoridades antes las desaparecidas del Estado de México… y cobrar.
¿Qué le podía dar yo? ¿Cómo podía agradecerle por contarme algo tan personal, tan estrujante, ofrecido tan generosamente a un extraño? Y frente al camarógrafo y al fotógrafo, la abracé. La sujeté con fuerza y le dije lo que a mí me funciona cuando me siento abatido: “esto también pasará”.
Les confieso: hasta ese día nunca había abrazado a una “fuente”. En el diario donde antes trabajaba, varios editores veían esto como una falta, porque se les veía como eso: “fuentes”, no personas. Objetos de los cuales brotaba información, no gente que comparte historias, a veces las más dolorosas. En muchas ocasiones quise hacerlo, pero me frenaba la pena frente a mis compañeros, el miedo a que me acusaran, la vergüenza de que me tildaran como poco profesional y — ¡pecado mortal! – “poco objetivo”. Terminaba por nunca reconfortar a quienes se derrumbaban frente a mi.
Cuando nos soltamos, Amparo me agradeció. Dijo algo que no olvidaré: aunque yo soy hombre, tenía un olor parecido al de Ceci y había disfrutado nuestro abrazo. Le abracé de nuevo. Ella a mí por tercera ocasión. De pronto, la sensación de que algo estaba mal desapareció. Algo muy pequeño, insignificante, le había dado a esa señora, quien después de despedirnos tuvo que volver a su casa vacía, a sentarse en la cama de su hija asesinada y oler la almohada para recordarla.
Les confieso otra cosa: aquello se sintió tan bien, tan correcto, que desde entonces abrazo a muchas de las personas que me cuentan sus historias. Lo hago casi siempre después de que terminamos una entrevista difícil. Víctimas de explotación sexual, secuestrados, mujeres vendidas, padres con hijos desaparecidos, madres con hijas “levantadas”, inocentes encarcelados, migrantes. Si los veo desmoronados después de contarme sus desdichas, apago mi grabadora y les pido permiso para abrazarlos. La mayoría dice que sí y nos quedamos unos segundos pegados al otro hasta que están más tranquilos para despedirnos. A veces, no es que ellas y ellos lo necesiten, sino yo después de escucharlos.
Los periodistas de vieja guardia dirán que esto es inaceptable. Unos de la “nueva” guardia concordarán con ellos. Se horrorizarán, desde su sillón, por la falta de objetividad. Argumentarán que involucrarte emocionalmente con las “fuentes” nubla el juicio, parcializa la información, impide ver el fenómeno con despego, que convierte al periodismo en un melodrama.
Yo creo que no. Acercarme a las personas me permite comprender mejor el fenómeno, me faculta para escribir con más empatía, me obliga a contar las cosas con verdad y rigor, me compromete a hacer un periodismo ético, humano y respetuoso. En mis letras, siento el compromiso de devolver a ellas y ellos el regalo de su tiempo conmigo: busco lo que les duele, les emociona, los enoja, los alienta y escribo sobre ello. De ese modo, ellas y ellos están denunciando sus propias tragedias.
Hoy lo confieso con orgullo: abrazo. Ahora que me quitado esa pena de encima les digo una cosa más: me emociona contarle esto a los periodistas que ven a sus “fuentes” como hombres y mujeres desechables después de que cierran su bloc de notas.
Que abrazar a quien te cuenta una historia no sólo puede mejorar un texto. También puede mejorar este maravilloso oficio.

Comentarios

Entradas populares