La última confesión de Jack Bauer

EL ÁNGEL EXTERMINADOR • 
El resultado es una joya visual de la narrativa del crimen, tan humano como la escurridiza bondad.
México  • Cuando un asesino a sueldo entra a una iglesia para conversar con el párroco sobre su profesión homicida, es preferible que lo haga sin una automática con silenciador. Y si el profesional de la muerte habla como Jack Bauer, razona como él y sabe portar una pistola a la manera de Bauer, entonces estamos frente a Kiefer Sutherland, quien gracias al guionista y director Brad Mirman ha decidido realizar la confesión de un futuro crimen.
Y tal cual se titula la miniserie, transmitida con acceso gratuito mediante la página de AXN, La Confesión, en la que el párroco con quien se establecerá el diálogo es John Hurt, ese rey de sí mismo que extiende su potestad a quien lo ve, a quien con razón lo admira.
Evitemos el lugar común del “duelo de actuaciones”, porque no hay tal: Hurt se merienda con patatas a Sutherland, quien ya nunca dejará de ser Bauer. Vayamos a lo más destacado de la obra (realizada en diez capítulos breves, de seis o siete minutos cada uno, lo cual la hace una microserie o un mediometraje), que es el conflicto entre la maldad y la comprensión de que la maldad misma forma parte inseparable del devenir interno de cualquiera, de todos, sin excepciones.
Las ideas que plantea el personaje identificado únicamente como El confesor, ante el enorme Hurt, quien no es más que El párroco, son nítidas: se mata porque es necesario, porque alguien ha de hacerlo, es un trabajo de limpieza, una forma eficaz de terminar con la vida de seres indeseables. El párroco, desde luego, irá esgrimiendo poco a poco argumentaciones de orden moral y hasta ético para convencer al ejecutor de que no lleve a cabo un homicidio más, el que planea cometer en breve. Echa mano de una idea muy peligrosa cuando se está frente a un hombre entrenado para matar: la idea de dios y de la bondad consustancial. Pero el hábil Confesor será capaz (sin adelantar demasiado sobre la trama) de probar que hay una diferencia entre el mal ejercido por una paga y el mal a lo tarugo:
Párroco: ¿Cuál es el objetivo de obligarme a estar de acuerdo con tu punto de vista?
Confesor: Lo obligo a ser honesto. Quiero que examine su corazón, padre, para que sea honesto consigo mismo: ¿ha pensado que alguien merece morir? Se lo pregunto por última vez: ¿ha pensado que alguien merece morir? Respóndame.
P: Sí, que Dios me perdone. Hay personas que he pensado que merecen la muerte.
C: Les deseó la muerte a aquellos seres llenos de maldad, ¿cierto?
P: Sí.
C: Eso no es maldad, padre, eso es ser humano.
P: ¿Qué quieres decir?
C: Que todos tenemos un lado oscuro.
P: Un pensamiento no es una acción, no soy la causa de esas acciones.
C: Un pensamiento es un deseo y un deseo es una oración. ¿Le pidió a Dios una muerte?
P: No.
C: ¿No? ¿Dios no oye pensamientos, deseos y oraciones?
P: Claro que sí.
C: ¿Cuál es la diferencia entre que yo mate y pedirle a Dios que lo haga?
P: Un pensamiento no es siempre una oración. Y algunas oraciones no tienen respuesta. No entiendo el motivo de esta plática.
C: Es porque estamos de acuerdo en que ciertas personas merecen morir.
P: No he dicho eso.
C: No, solo lo pensó.
La dialéctica del homicida es irrebatible. Y si bien La Confesión centra gran parte de su tesis visual en el diálogo Párroco-Confesor, toda ella envuelta en la penumbra del confesionario, Mirman, viejo lobo del cine, ofrece las escenas de violencia, los recuerdos de algunos trabajitos efectuados por el Confesor, con la iluminación normal y con una notable cantidad de detalles que le imprimen verismo al personaje. Mientras que toda la credibilidad ante la cámara del Párroco recae literalmente en el rostro de Hurt, en el guión y las múltiples maneras en que el actor se transforma sin levantar la voz. De lo sobrehumano, el Párroco pasará a lo terrenal a fin de reencaminar los pasos del homicida:
P: Si no estás abierto a un posible cambio, no tiene sentido que sigamos hablando.
C: ¿Cree que van a cambiarme las palabras? Pasé una vida para llegar a ser como soy.
P: Estás aquí porque no te gusta lo que eres.
C: ¿No dijo que si me detenía no sería nada?
P: No, dije que si parabas, pensarías que no eres nada. Hay una gran diferencia. Hay que ser más fuerte para ser bueno.
C: ¿Por qué?
P: La maldad está en nuestra naturaleza.
C: Por fin estamos de acuerdo en algo… Nos llamamos humanos pero únicamente somos animales que hablan. Somos buenos por temor a las consecuencias de ser malos. Sin consecuencias, habría un caos en este mundo.
P: Dije que el mal está en nuestra naturaleza: es el pecado original. Pero la bondad también está en nuestra naturaleza, solo hay que buscarla. Lo que te preparas para hacer es una elección, eso es seguro.
C: No lo es para mí.
En efecto, no lo es: el personaje mata solo a quien él considera que lo merece, y frente a sí hay un hombre cuya defensa de la vida a ultranza se basa en leyes que no fueron escritas para los seres humanos. El resultado es una joya visual de la narrativa del crimen, tan humano como la escurridiza bondad.

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